No muy lejos del mar se encuentra Santillana del Mar, un pueblo que despierta la curiosidad de aquellos interesados en la historia y belleza natural que se esconde entre sus casas y rincones.
Conocida, en tono jocoso, como «La Villa de las Tres Mentiras» debido a que no es santa, ni llana, ni tiene mar, esta localidad complace con su encanto.
Nuestro recorrido por esta joya cántabra, considerada como uno de los pueblos más bonitos de España, comenzó con la emblemática Cueva de Altamira, la «Capilla Sixtina» del arte rupestre y Patrimonio de la Humanidad. Aunque la real, que guarda en su interior las pinturas prehistóricas, no fue posible visitarla, sí que pudimos admirar el arte y su historia en el Museo de Altamira, que cuenta con la Neocueva, una réplica de la original, y una exposición con objetos encontrados en ella. La historia de su descubrimiento se remonta a 1868-1879 cuando se encontraron grabados de los períodos Paleolítico Superior Magdaleniense y Solutrense. Su deterioro motivó la construcción del museo y la réplica.
Las pinturas más conocidas representan caballos, una cabra, manos, una manada de bisontes, una cierva, caballos, un jabalí y otros signos sin identificar.
Después de aprender un poco más de este patrimonio, nos dirigimos al núcleo urbano de Santillana del Mar. Ahí nos acercamos a la Colegiata de Santa Juliana, un tesoro arquitectónico que hace gala del arte románico. Caminar por sus pasillos y claustros es como realizar un viaje en el tiempo. Desde los primeros asentamientos en el siglo VIII hasta la concesión del fuero por el Rey Alfonso VIII en 1209, que transformó a Santillana en una villa próspera, la Colegiata ha sido testigo de innumerables acontecimientos que han marcado la historia de la región.
Recorrer sus empedradas calles medievales es como sumergirse en un libro de historia vivo, donde cada casona, palacio y escudo nobiliario cuenta una parte de la fascinante historia de la villa.
Nuestro itinerario por esta villa nos llevó a explorar sus rincones. Desde la Plaza Mayor de Ramón Pelayo, con su arquitectura tradicional y sus pequeñas tiendas llenas de productos locales, hasta la tranquila Calle San Juan Infante, donde el tiempo parece haberse detenido en la época medieval. El Convento de San Ildefonso, con su historia centenaria y sus dulces artesanales, fue otro punto destacado de nuestra visita.
Las torres de Merino y Don Borja, las casas del Águila y la Parra… cada edificio es una ventana al pasado.
Finalmente, nuestro recorrido culminó en la Plaza de las Arenas, menos concurrida, pero igualmente encantadora, donde el imponente Palacio de los Velarde se alza como un testamento del pasado renacentista de la villa.
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